Oct 30, 2009

EL HOMBRE DE LA ESTACIÓN

Hace más de un siglo se construyó en el país el ferrocarril del que hoy solo hay hierro oxidado y maleza. Y al parecer un hecho extraño está relacionado con la terminación de su marcha.

En un pueblo a las orillas del Magdalena se decía que un hombre viejo caminaba a lo largo de una estación bien entrada la noche, nadie sabía de dónde provenía y solo unos cuantos lo vieron mientras allí estuvo. El hombre tenía el cabello y sus barbas de color blanco. Era robusto y hacía movimientos rápidos y gemidos aterradores más bien de placer que de dolor.

Yo dormía en un rancho hecho de tablas y grandes latas, una pequeña casa en la que mi madre y mi padrastro habían montado un restaurante y a la cual yo había llegado para ayudarles con varios oficios del negocio mientras empezaba un nuevo semestre académico en la universidad. Una mañana un joven mecánico nos contó, casi al terminar su desayuno, que la antigua estación del ferrocarril guardaba el fantasma de un hombre agresivo y asesino.

-¿Era un asesino cuando vivía o lo es ahora que pena en la estación?- pregunté.

-Lo es ahora que vaga como un fantasma-me respondió-, poco antes de que lo lanzaran a la vía del tren juró vengarse matando a todo aquel que pusiera un pie en la estación. Por fortuna, un día después las actividades relacionadas con los viajes en tren terminaron, las carreteras estuvieron listas y los dueños de los camiones y de los buses lograron ver como comenzaba su emporio, ante la mirada atónita de los empresarios de la oposición. Nadie más volvió a partir ni a llegar a la estación por lo que el fantasma no ha podido cumplir su cometido-.

Al viejo canoso lo habían visto muy pocas personas, pero todos en el pueblo coincidían en que jamás salía de la estación. Los que habían confirmado su existencia lo habían visto a través de un agujero poco después del anochecer, pero como eran muy pocas las casas cercanas y el denso bosque que nos rodeaba se daba para el encuentro de vagabundos y ladrones, nadie se acercaba a él más allá del rancho donde mi madre tenía su restaurante. Además, un fantasma que decía querer matar al que entrara a la vieja parada era suficiente, razón por la que las ventas no resultaron ser las esperadas por las noches y la estación, que tan solo la separaba una calle polvorienta, se convirtió en el sitio predilecto de mi imaginación.

Una noche después de tantas que habían pasado sin escuchar ni ver nada del otro mundo en la estación, decidí quedarme despierto unas horas más para intentar saciar mi sed de eventos paranormales, arriesgándome a sufrir de debilidad física durante la dura jornada de trabajo que me esperaba al amanecer. Mi madre apagó la luz de su cuarto apenas el ventilador había comenzado a refrescar el ambiente con su aparatoso sonido, lo que me dio más marco de acción para levantarme y mirar por medio de una de las tablas cercanas a mi cama. El calor se quedó quieto, el ventilador parecía acercarse a mi cabeza, y con mi respiración hecha un proceso silencioso de atención, vi que un hombre canoso subía el alto andén de la estación y con mucha cautela levantaba la puerta metálica que yo tenía justo en frente.

Contrario a lo que esperaba la puerta no emitió ningún sonido que pusiera en alerta a mi madre, el hombre la cerró cuidadosamente y cinco minutos más tarde escuché el ruido de un metal sobre los rieles.

-Es un vagón- me dije en voz baja.

Por el sonido que percibía supuse que el vagón era pequeño, de aquellos que tienen la forma de un vaso para tomar whiskey. Diez minutos más tarde no vi nada extraño, solo la puerta metálica, así que me acosté con la imagen misteriosa del hombre que subía al andén y entraba a la estación.

La noche siguiente las cosas no cambiaron, el hombre bajaba la puerta y pasaban diez minutos más sin novedad que también fueron suficientes para irme a dormir. La tercera noche convencí a mi madre de que yo cerraría la puerta principal, lo que en efecto hice pero sin asegurarla. Sin temor pero con el corazón hecho un caballo raso esperé al otro lado de la esquina cerca a donde entraba el hombre misterioso. Saqué mi cabeza a la hora a la que él subía la puerta y la escondí enseguida, pues el misterioso visitante se disponía a entrar al gran salón, miré de nuevo y vi que el conocido suceso ya había acontecido.

Al cruzar la siguiente esquina encontré una puerta igual a la que tenía enfrente de mi cuarto, en realidad las dos paredes eran idénticas pero qué sorpresa, ésta estaba abierta. Mientras me preguntaba el porqué escuché el correr de unas ruedas metálicas sobre los rieles y pronto salté a esconderme en unos arbustos. Todo ocurrió muy rápido, dos hombres hablaban en voz baja y entre las pocas palabras que entendí estaban: “trae los bultos y cierra, ¡pero ahora!”. La voz que se agitaba y presionaba al otro hombre a partir con el inesperado equipaje ya la había escuchado antes. Salí de los arbustos y miré hacia el vagón, no había duda, era el mecánico que nos había contado la historia del fantasma.

¿Era un fantasma también? ¿Una víctima? ¿Un curioso? Por supuesto que no. ¿Era un viejo amigo del hombre canoso? Al parecer sí y su amigo no era ningún fantasma. De los bultos amarillos que subieron al vagón emanaba un molesto olor a hierba. Me escabullí (¡aún no sé cómo!) hasta el dichoso vagón y oí cuando el mecánico decía “en el golfo los estudiantes piden esto como piden lechuga los pobres, parecen conejos hambrientos”. No supe a qué se referían y la luz de la luna no me permitiría saberlo sin correr el riesgo de ser descubierto, así que regresé a la esquina de los arbustos y el vagón comenzó su marcha.

A nadie le conté lo que pasó esa noche, el mecánico no regresó a desayunar y durante dos noches más el hombre canoso volvió a entrar a la estación. Muy temprano me despedí de mi madre y de mi padrastro y unos minutos más tarde iba rumbo a la terminal de transportes. El taxista me saludó mirándome a través del espejo retrovisor, tenía orejas pequeñas, blancas y deformes, como cráteres, y a pesar de la poca luz del amanecer y de que la luz interna iba apagada noté que sus ojos estaban rojos e hinchados, como si una dura enfermedad lo atormentara desde su juventud, pues la gracia de la vida se había apartado de sus ojos totalmente, y después de vagar entre varios temas me dijo “estoy viejo para esto pero la situación no da para más, tenga cuidado con lo que hace muchacho”, a lo que yo pregunté “ ¿a qué se refiere?” y me respondió “a algunos nos gusta meternos en problemas, hay un muchacho un poco mayor que usted y un hombre del que no se tenía idea en el pueblo desde hacía muchos años, que fueron atrapados por el ejército en el oeste, en la vía al golfo, los cogieron por hacer negocios ilícitos, es que la vida es mejor ganársela de forma honesta”. Callé unos segundos y le dije “pero ¿qué hacían?” y después de pensarlo bien me dijo “uno de ellos reparaba motores, ¡además de plata pedía cerveza! Son tres mil pesos”.

Nos miramos a los ojos en el espejo al tiempo que le pagaba, lo hice con mucha curiosidad para no olvidar su rostro, pues sus ojos eran bastante extraños y no sabía qué esperar de una persona como él. Vio que los billetes estaban completos y no volvió a alzar la cabeza. En vista de que no me iba musitó un poco molesto “que tenga un buen día señor, dulce viaje a la ciudad”, “gracias” respondí y no pasó mucho tiempo para encontrarme en la sala de espera de la empresa transportadora. En la oficina donde acababa de comprar el tiquete varios conductores y otros trabajadores de la entidad rodeaban un radio. Sé que era un radio porque lo había visto pero no alcanzaba a escuchar nada de a lo que ellos le prestaban tanta atención.

El conductor acaba de subir al bus con una risa que ha despertado a varios pasajeros, curiosamente, emocionado y casi a gritos le ha dicho al vigilante del parqueadero “él se lo merecía, por fin, ¡por fin!”.

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