Jan 6, 2010

La enferma bajo la lluvia

Sasha tenía un nombre extraño, y se detenía bajo la exhalación más terrible de la lluvia a sentir cómo su piel se ablandaba y su corazón se convertía en un pez inquieto que deseaba deslizarse en la corriente.

Al menos eso parecía. Su padre la miraba por la ventana. Era alto, de una delgadez elegante, llevaba un bigote negro y pobre que a su boca parecía siempre molestar. El portero y la señora que cargaba un gato en el brazo izquierdo y que se esforzaba en conquistarlo cada mañana cuando él bajaba las escaleras, pensaban que el traje negro que nunca dejaba de cubrir su cuerpo lo teñía de tristeza.

Pero el hombre, que escuchaba ahora una voz llamándolo más allá de la puerta "Carlos, Carlos", se sentía fatigado, acorralado por la vida misma, ahorcado por el marco de la ventana. En el hospital, los médicos habían suspirado mientras sus cabezas se movían como un perro de peluche en lo alto de un vidrio. Las enfermeras habían apretado los labios como para atraparlos en un círculo, con la cabeza ladeada y las pestañas acariciando sus ojos, al tiempo que las lámparas del pasillo titubeaban, dejando salir la luz como lágrimas tenues y tímidas.

La tarde que la mujer del gato en el brazo izquierdo se levantó de la escalera y lo invitó a festejar el Día de la Libertad, mantuvo la mirada en el piso, dio unos pasos delante de ella y se detuvo en seco con el brazo en alto. -No se acerque a mí- le dijo. Fue la tarde que recibió una llamada y se sentó a llorar en una banca fría de un pasillo blanco, después de que un médico con las piernas muy apretadas le confirmara que el cáncer se esparcía por el cerebro de Sasha.

El semblante que el portero comenzó a ver en Carlos fue cada vez más terrible. Un día le preguntó si quería café y al recibirlo comenzó a temblar, inexplicablemente, y al cruzarse ante él la figura femenina del gato dejó el plato con la tasa sobre el mostrador. El plato alcanzó a mancharse de negro y la luz del alba que entraba en la estancia brilló en los ojos de Carlos.

La mujer de cabello liso y adherido a una sien, que tendía la mano cordialmente para recibir el dinero en el hospital, le aseguró en un tono entusiasta y tierno que la joven no tendría las manos expertas de la institución en su cabeza, ni podía pasar siquiera una noche en la comodidad de sus colchones a menos que el señor pagara por los servicios que con tanto gusto la institución estaba dispuesta a prestar. Añadió que valía la pena pagar por el servicio por lo que con debido respeto -y se lo decía en voz baja, sonriente- se lo recomendaba; que en ningún otro lugar encontraría unas manos que dejaran cerebros como nuevos y que si no tenía ningún otro trámite o, perdón, preguntas que hacer, ya sabía dónde quedaba la hermosa puerta de vidrio, que estaban felices de atenderlo y no olvidara regresar.

Resignado, Carlos dejó que las manos de la señora del gato cuidaran de su hija en los momentos que él pasaba en la librería. -Sé que el negocio está con el propietario correcto- decía la mujer mostrando los dientes, luego Carlos lanzaba una mirada fría y ella se fijaba rápidamente en Sasha: -su hija estará bien, soy una profesional-.

Sasha había sido muy bien cuidada pero el dolor punzante, agudo, que le presionaba la parte superior de la nuca, lo había empujado hasta su hogar. En el apartamento, como en la librería, el aire era pesado y triste, solo que la presencia de su hija añadía un olor fétido, un humo invisible y amargo, entonces Carlos se repetía que era un olor imaginario y desesperado se puso las manos en la cabeza. -¡Qué malo soy!- gritaba. Daba vueltas por el cuarto, al fin se detuvo contra la puerta donde todo era más oscuro. -Es imaginación, solo imaginación- susurró con los labios como cuerdas tristes que se balancean avergonzadas una sobre la otra.

Días más tarde Carlos no encontró a la vecina en el cuarto, la furia le hinchó el cuello y un lamento le revolvió los ojos al ver a su hija abrazando la lluvia con alegría pero con cierto sopor extraño. El hombre era impaciente pero también rígido ante momentos fuertes; solo sacudía sus cuerdas bajo esos ojitos húmedos, y en su desesperación dudaba de abrirle la puerta a la mujer del gato.

-Carlos, Carlos-.

-¿Qué pasa?-.

Caminó iracundo hasta la puerta. En un rincón había un bulto extraño, cubierto de desordenado cabello.

-Carlos -dijo la mujer tocándole el hombro sin ser vista- Carlos, quería decirte que Sasha está muerta.

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